sábado, 13 de abril de 2013


LA COLONIZACIÓN DEL ESTADO
Por el Dr. Eduardo Filgueira Lima (*)
“…existen dos clases de personas: los gobernantes y los gobernados. La primera, que es siempre la menos numerosa, lleva a cabo todas las funciones políticas, monopoliza el poder y goza de las ventajas que a él están unidas; mientras la segunda, más numerosa, está dirigida y regulada por la primera en modo más o menos legal, o más o menos arbitrario y violento, y a ella provee, por lo menos aparentemente, los medios materiales de subsistencia y aquellos que a la vitalidad del organismo político son necesarios…”  Gaetano Mosca.
La Democracia supone una forma de organización social que expresa la voluntad del conjunto social. Esto es decir que: debiera ser una forma de organización que encuentra su representación en el Estado, para que las decisiones colectivas sean adoptadas por el pueblo. Desde una perspectiva más amplia aún, la democracia es una forma de convivencia social, que se posibilita a través de sus instituciones –surgidas libres y espontáneamente y no de manera contractual[1] como proceso evolutivo de la sociedad [2]– que se supone resguardan los intereses y las necesidades de la ciudadanía.
Existen varias formas de democracia, porque sus variantes son posibles en función de lo que para cada pueblo resulta aceptable o necesario. Existen algunas en las que el sistema es representativo –democracia indirecta[3]– la que es ejercida con mayor o menor “calidad” en la representación y otras en la que, en base al discurso o las acciones políticas y el efecto aglutinador con que se puede convocar a la ciudadanía, se actúa en función del interés público.
Pero el discurso político es siempre “discurso de necesidad” de los políticos, ya que su capital son “los votos”, para lo que con frecuencia no se escatiman esfuerzos en el disfraz y dadas las imperfecciones del mercado político, el discurso puede conducir a la creencia en ocasionales mayorías, que existe correlación entre el mismo y la realidad, lo que le explica y fundamenta la concesión de su voto.
La brecha existente entre el discurso de necesidad y la realidad hace a las democracias diferentes: por un lado esa brecha es mayor cuando las democracias aparentan representar (pero no lo hacen) el real interés de la ciudadanía a las que denominamos “democracias devaluadas” y por otro en las que la brecha es menor, pues son más abiertas y plurales, lo que las convierte tanto en verdaderamente representativas, como en custodia de los intereses generales y por lo mismo más republicanas.
Hablamos de República cuando el Estado fundamenta su accionar en el imperio de la ley (La Constitución) y la igualdad ante la misma como forma de frenar los posibles abusos de las personas que tienen mayor poder, del gobierno sobre los ciudadanos y de las mayorías sobre otros de menor poder, así como con el objeto de proteger los derechos fundamentales[4] y las libertades civiles de los ciudadanos, así como otros derechos incorporados[5], de los que no puede sustraerse nunca un gobierno legítimo.
Lo cierto es que una república está fundamentada en el “imperio de la ley” (la Constitución) y no en el “imperio de los hombres” y el hecho político que más la jerarquiza es la independencia de sus instituciones de los aconteceres y pensamiento políticos circunstanciales.
Los conceptos aceptados que participan del contenido de la “República” son:
* la periodicidad en los cargos;
* la publicidad de los actos de gobierno (ya que no debería ser posible el secreto de Estado);
* la responsabilidad de los de políticos y funcionarios públicos;
* la separación y control entre los poderes;
* la soberanía de la ley;
* el ejercicio de la ciudadanía (que es quien pone y depone);
* la práctica del respeto, y tolerancia, para con las ideas opuestas;
* la igualdad ante la ley y
* la idoneidad como condición de acceso a los cargos públicos.
Por lo que: “…sólo un montón de gente no es una república”. (Aristóteles)
Con el nacimiento de la concepción del Estado-Nación la participación política fue mutando de “partido de notables” a “partidos de masas”, lo que obligó a los políticos a modificar su estrategia para lograr incrementar su masa de afiliados o adeptos.
Los partidos debieron “ampliar su discurso” e involucrar a la mayor cantidad posible de gente, dirigiéndose a la sociedad en general, con plataformas y enunciados amplios, flexibles y poco definidos. La elección de los “candidatos visibles”, reconocidos, que “midan bien” y tengan credibilidad y aceptación popular es su tarea de mayor importancia, sin que la mayor o menor coincidencia política constituya impedimento alguno, ya que se espera de ellos que “traccionen” votos, que es su mayor cauce de alimentación.
Pero esto es solo el comienzo de una serie de concesiones –alimentadas en la identificación del votante con el candidato– y que responden al supuesto de satisfacer sus demandas y necesidades, lo que representaría –en el imaginario colectivo– “el Bien Común”.[6]
Los políticos suelen leer muy bien, para ajustar su discurso, el pensamiento o ideario preferente de su votante potencial. Este pensamiento no es casual: se sustenta en una serie de valores y creencias, reforzadas con cada discurso político, que lo identifica y potencia para “su” interés.
Desde esta visión no parece cierto que los políticos surgen de la sociedad “con sus valores”,.. sino que ellos surgen por reclutamiento desde la sociedad y cada uno accede a la clase política como resultado de una intensa lucha por su preeminencia, para lo que se basa en principios y tendencias que la sociedad sustenta y que varían con las culturas, pero que sabe leer adecuadamente.
En nuestra sociedad que sufre enormes carencias, y que se multiplican en cada generación y con cada nueva frustración, el discurso político abarca desde el “patriotismo”, la lucha “contra los poderosos” (a los que se acusa de ser el origen de todos los males), hasta la ansiada “inclusión social”, con todo lo cual (y otros ingredientes) se diseña un anhelado y pomposo discurso “nacional y popular”, que solo el Estado puede llevar adelante.
Sin la intención de pasar por el historicismo, debo reconocer que ese discurso colectivista, de depositar la esperanza en el estado benevolente y benefactor,.. el que resolverá todos nuestros males, es cierto que tiene raíces muy profundas en nuestra historia.
Una vez que abandonamos el pensamiento preconizado por Sarmiento y Alberdi[7] (entre muchos otros), que nos condujo a épocas de importante crecimiento, llegando a integrar la legión de los países más desarrollados de esos tiempos (con uno de los mayores PBI/cápita), padecimos de un progresivo deterioro producto que las ideas colectivistas –que eran nacientes en la Europa de esos días y nosotros recibimos importadas– que la población adoptó rápidamente y nuestros políticos supieron explotar para su conveniencia. Todo el arsenal discursivo les estaba servido.
Los políticos asaltaron el poder con el discurso de representar “el bien común”. Obtuvieron así el favor y el voto de las mayorías. Así como fueron beneficiarios de sus esperanzas. Pero una vez instalados debieron responder a las demandas de la población –siempre infinitas– y por lo menos hacer creer que satisfacían sus necesidades con recursos –siempre finitos– del Estado. Y en nuestra sociedad asignar recursos de unos para distribuirlos discrecionalmente en otros, asumiendo además los beneficios políticos de la intermediación, no representa ningún riesgo y posibilita enormes ventajas, más allá de la mala asignación. Porque las acciones políticas se saben impunes.
Lo expresado supondría que no existen políticos honestos, cuestión que resultaría un exceso hipotético. Pienso que si, existen políticos honestos, pero en las condiciones que describo les resulta difícil destacarse, sobrevivir, llegar al poder y llevar a cabo sus proyectos, pues no siempre se les permite el enfoque top-down, ya que deberían luchar con la burocracia estatal ya previamente establecida. Y por otra parte –inexorablemente– deberá negociar con otros miembros de la corporación política.
Las concesiones siempre van creciendo a la par de las demandas sociales (siempre infinitas), por lo que se relajó el aparato del Estado, convertido en aparato político del gobierno de turno.
Ambos quedaron rehenes: los políticos de obtener el voto y los ciudadanos de ser clientes, dependientes del favor político y además engañados. Los políticos encaramados en el poder solo gustan de mantener este esquema.
Lo cual nos permite afirmar que tampoco es cierto declamar, como lo hace algún filósofo trasnochado (neo-marxista) que reivindica el clientelismo político (populismo) como una forma de participación social y democrática.[8]
El populismo tiene un trayecto inequívoco: conduce a la degradación de la sociedad, a su pauperización económica, a la aceptación de conductas de ciudadanos dependientes, que han claudicado su libertad, depositan una vana esperanza en “el todo” (como preconizaba j. J. Rousseau)[9] y son sujetos de la manipulación política.
En nuestra región solo cuatro los países transitan este camino del “populismo”: Venezuela, Ecuador, Bolivia y el nuestro. Los demás parecen haber comprendido que este no es el mejor para la transformación de las democracias en repúblicas, ni del desarrollo social y económico, ni el de sociedades más abiertas[10], tolerantes y capaces de promover una mayor cohesión social, mejorar los intercambios y posibilitar un mayor desarrollo. Pero para ello la intervención del Estado debe tener un límite preciso.
Como ejemplo vale decir que el PBI de estos cuatro países –cuyos gobiernos son populistas– no alcanza a ser el 10% del total de países de la región.[11]
Por el contrario, a pesar de su discurso “progresista”, las sociedades populistas son fuertemente intervencionistas –no sólo por convicción, sino porque su la misma les provee de recursos para su financiamiento– y por ello intervienen (aun sin ideas claras) en la economía, se esfuerzan permanentemente en encontrar “afuera” algún adversario, u oponente, al que descalifican para avanzar siempre en sus proyectos orientados a establecer un pensamiento único y hegemónico, que se debe imponer a cualquier costo.
Cuando las políticas económicas fallan, la culpa la tienen los economistas, que sufren el descrédito popular, sin decir –aunque economistas existen de todo tipo y no todos tienen sustento teórico o académico suficiente– que las políticas económicas son siempre resultantes de la distorsión política.
El Estado se entromete en todas las actividades y las distorsiona. En algunas para regularlas y obtener financiamiento y en otras –las sociales y culturales– para reforzar su credibilidad y discurso.
De esta forma se confunde el rol del gobierno con el rol del Estado, porque este es utilizado para fortalecer y sostener al gobierno que utiliza para su beneficio sus instrumentos.
La necesidad de perpetuación del poder es consustancial a los gobiernos populistas, porque son menos republicanos y porque consideran –en un grave culto a la personalidad– que sólo ellos pueden llevar adelante “el proyecto” que en realidad se confunde con sus intereses.
Y para ello nada se hace más importante que acallar las voces opositoras y limitar la libertad de prensa. No existe gobierno alguno que no haya recurrido a silenciar la prensa no domesticada, o que no se avenga a sus designios e intenciones.
En nuestro país la cooptación, coerción no solo sobre las voces opositoras, sino contra la prensa independiente, tienen su corolario final en la Ley de Medios sancionada (ahora en stand-by en sus artículos 45 y 161 por consideración de inconstitucionalidad en la Justicia), esta es la forma por la que el Estado pretende recuperar el monopolio de la información (que ya hace a través de una innumerable cadena de medios adeptos, afines o cooptados.
Los avances contra la libertad de expresión es un denominador común de los gobiernos populistas –como así de también otros– que pretenden silenciar las voces adversas y que tienen como objetivo final la instalación de un pensamiento único y hegemónico.
Ello atenta contra el desarrollo social –como cualquier intervención que realice el Estado– pero muy especialmente cuando la intervención restringe libertades fundamentales, ya que se requiere de una multiplicidad de voces, ideas e intercambios, que permitan diferentes opciones y que la libre elección de cada uno le posibilite optar o elegir el mejor camino para concretar sus objetivos de vida.
A su vez para su financiamiento el Estado recurre al endeudamiento (incluso la aberración de echar mano a diferentes cajas que supone a su disposición: ANSES, PAMI, etc.), a expropiaciones lisa y llanas –como las efectuadas a empresas (casos YPF y AA) o a los ahorros de los particulares (caso AFJP)– como a impuestos y otras fuentes de ingresos, como es el irresponsable incremento de la masa monetaria (vía Banco Central que debiera ser independiente para cumplir su función prioritaria: “resguardar el valor de la moneda”) mediante la emisión, que registra un incremento del 40% interanual.
Con relación a la presión impositiva: “…considerando los impuestos nacionales y provinciales, la recaudación pasó, entre los años 2002 y2012, del 19,9% al 36,7% del PBI. Es decir que bastante más de un tercio del ingreso generado por el país es apropiado por el Estado a través de los impuestos. Si se agregaran los tributos municipales y el impuesto inflacionario la presión impositiva supera con holgura el 40% del PBI…(…)… Este proceso responde a la creciente necesidad de recursos que demanda el vertiginoso aumento del gasto público. Prueba de ello es que el incremento de la presión tributaria se viene dando junto con la masiva apropiación de fondos del Banco Central, la ANSES y otros organismos del sector público.”[12]
Inevitablemente estas acciones de la política conducen a desincentivar el ahorro y la inversión. Los grupos de interés se dirigirán en el sentido de captar parte de los recursos que gasta el Estado en diversas formas de asociatividad con los funcionarios, pero sin generar empleo genuino, ni otras fuentes de producción. Por ello crece más el empleo público que el empleo privado.
Y la presión impositiva aumenta necesariamente más, a la medida de las crecientes necesidades del Estado, mientras lo que los servicios que el Estado brinda son malos e ineficientes, es decir no mejoran a la par de los recursos que se recaudan o la moneda que se emite.
La pérdida del poder adquisitivo de la moneda, cuando la emisión incrementa la masa dineraria más allá de la demanda, se expresa en una creciente inflación de la que el Estado es el principal beneficiario y los más perjudicados son los más necesitados: el “impuesto inflacionario”, (que llega hoy al 30% anual).
Los defensores del incremento irresponsable del gasto público –en general adeptos de las teorías keynesianas– se apoyan en el aparente bienestar que el incremento del consumo inicial produce. No reparan en las consecuencias alejadas, que en el caso de nuestro país han sido disimuladas o salvadas por el endeudamiento interno o los ingresos producidos por las retenciones a las exportaciones. Sin mencionar la mentira oficial de las estadísticas del INDEC.
A no tan largo plazo y luego de una etapa de expansión del consumo, el incremento del circulante es el principal –aunque no el único– factor desencadenante de la inflación.
El temor y la desconfianza se instalan: pero ya no es posible dar marcha atrás. El consumo se desacelera, con el agravante de que tampoco es posible ya el ahorro –y cundo lo es los actores se refugian en una moneda más “dura” comparativamente– aunque sean acusados de “desestabilizadores”. Nuevos controles se instalan que no hacen más que agravar la situación.
Por sus políticas el gobierno: malgasta el dinero de los contribuyentes, subsidiando a muchos que los quiere dependientes como a sus socios de grupos de interés quitándoles a los que producen, termina siendo deficitario endeudándose o emitiendo, generando inflación en vez de reducir el gasto público, distribuye privilegios de unos a expensas de otros y no alienta el desarrollo productivo, genera mercados cautivos y anula la competitividad, incrementa la cantidad de empleados públicos que a fuerza de oprimir las actividades productivas no encuentran otra opción, y con ello aumenta a su favor los votantes dependientes del presupuesto público y desalienta a los votantes libres de influencia. [13]
Pero ello no importa pues cualquier fracaso será luego atribuido a los economistas, sin reconocer la manipulación política de las variables económicas. La intervención del Estado es siempre nefasta, porque los políticos la necesitan para adecuarla a sus fines.
“…El laissez-faire no significa: dejen que operen las desalmadas fuerzas mecánicas. Significa: dejen que cada individuo escoja como quiere cooperar en la división social del trabajo; dejen que los consumidores determinen cuales empresarios deberían producir. Planificación significa: dejen que únicamente el gobierno escoja e imponga sus reglas a través del aparato de coerción y compulsión…”[14]
Y ello conduce inevitablemente a una fase de desaceleración de la actividad económica, acompañada de una situación crítica y recesión.
El gobierno igualmente debe protegerse, así es que siempre encuentra medios alternativos para continuar con sus políticas económicas expansionistas, a cualquier costo y ello más aún en períodos pre-electorales, cuando precisa mantener las ilusiones y esperanzas de su votante cautivo.
Las políticas públicas se distorsionan y se mal asigna el gasto público.
En nuestro país con un importante déficit energético –dadas las malas políticas en el área– supone que se requieren importaciones por aproximadamente 15.000 millones de u$s para el 2013. Pero esta circunstancia –grave porque repercute en toda la actividad económica– no los amilana, aunque sea un importante problema a solventar.
El gasto público aumenta hasta niveles inusitados en relación al PBI. Y ello paradojalmente induce a más estatismo, populismo y arbitrariedad política.
Y es importante destacar que a este proceso siempre lo acompaña siempre la corrupción. Y nuestra sociedad tolera, sin inmutarse ante la carencia de comportamientos éticos por parte de los funcionarios, aunque sus consecuencias la afectan directamente porque además de ser una enorme carga pública: “la corrupción mata”.
De esta forma ingresamos en el camino que estos gobiernos populares a fuerza de ejercer su poder y expectativas de perpetuación, transitan del manejo autoritario y progresivamente, a actitudes totalitarias, distinción que solo reconoce una tenue, imperceptible y fina línea de separación.
Los gobiernos autoritarios sin una ideología tan elaborada, sostienen al líder de forma meramente propagandística, sin buscar el apoyo de las masas sino solo someterlas mediante la relación de dependencia, e imponer su voluntad en la sociedad sin realizar grandes cambios.
Cuando transitan al totalitarismo conciben la sociedad como sometida a una voluntad hegemónica, e intentan justificar sus acciones mediante una ideología que les explica su intervención en todos los ámbitos de la actividad social, ya sea (en mayor o menor medida): cultural, económica, familia o religión.
Para ello requieren la concentración absoluta del poder.
De hecho ya el Poder Legislativo es hoy en día en nuestro país una simple escribanía que consolida los actos y deseos del Poder Ejecutivo. Los que se dicen representantes del pueblo no lo son en la medida que el mismo pueblo que los votó ni los conoce, ya que son “colgados del cabeza de lista” que es el que “mide bien” en la intención de voto.
Nos encontramos así sin representación política real parlamentaria, que únicamente beneficia al gobierno que ejerce el poder ejecutivo y solo se convalida en las mayorías, que circunstancialmente le otorga la fuerza de las mayorías legislativas. Así es que Poder Ejecutivo y Legislativo –aunque sean el resultado de elecciones separadas– marchan con frecuencia de la mano; ya que quien designa a los representantes son socios del mismo gobierno que tiene el respaldo de su propio peso. Pocos gobiernos han debido transitar con un Poder Legislativo no adicto.
En una democracia con vocación de república, las mayorías deben actuar con respeto a las minorías ya que no pueden ni deben imponer sin más, su criterio.
En nuestro país el procedimiento de las “listas sábana” se ha institucionalizado y cuando se ha reclamado por la abolición del sistema, los políticos han encontrado la forma de neutralizar otras opciones. Por ejemplo: rediseñando a su medida los distritos electorales.
Y como si todo lo expresado fuera poco, en un rapto de increíble desenfado, asistimos hoy al avance del poder político sobre la Justicia, con una pomposa denominación de “democratización de la Justicia”, que solo puede entusiasmar a sus adeptos o a algún distraído. Los proyectos de Ley –a ser aprobados por un parlamento adicto– presentan dos aspectos fundamentales que interesan al gobierno y ponen la democracia muy lejos de posibilitar la república.
Por un lado la incorporación de modificaciones procedimentales y explícitas para posponer o eliminar la posibilidad de que los ciudadanos se resguarden de los excesos del Estado, mediante amparos. Esta iniciativa para regular las medidas cautelares de empresas y particulares y de crearse la Cámara de Casación en lo Contencioso Administrativo, los reclamos basados en urgencia y demora se dilatarán hasta la sentencia de fondo: las mismas pueden extenderse por plazos indefinidos, lo que beneficia al más fuerte: el gobierno que elude de esta forma sus compromisos.
Lo que obedece a eliminar todo tipo de reclamos que afecten las alicaídas arcas del Estado que no puede recaudar más –dada la ya alta presión impositiva actual– necesita en un momento pre-electoral asignar recursos según sus intereses, y no distraerlos en atender justos reclamos de los ciudadanos que son permanentemente avasallados por el Estado. Por ejemplo: los múltiples juicios de los jubilados, con sentencia firme que a pesar de ello no son satisfechos y que suman millonarias deudas del Estado.
Y por otro lado el control partidario del Consejo de la Magistratura, órgano parlamentario, cuyo dominio permitiría coaccionar sobre los Jueces en especial a los de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que todavía se mantienen independientes ante los avances del poder político.
Los Jueces podrán actuar pero siempre con “la espada de Damocles” sobre sus cabezas, la coacción para sus nombramientos y la permanente amenaza de su destitución significará una constante presión para que sus fallos favorezcan al gobierno, más allá de la partidización política del único poder que se considera independiente: la Justicia.
Seguramente el origen de este proyecto fue el fracaso del gobierno en sus avances contra el Grupo Clarín por la Ley de Medios.
El Estado de Derecho supone –como he mencionado antes– la “separación de poderes del Estado” y este es un principio que lo caracteriza.
Paradojalmente el Estado existe con la finalidad de proteger al hombre de otros hombres. Cada ciudadano, sacrifica una completa libertad por la seguridad de no ser afectado en su derecho a la vida, la integridad, la libertad y la propiedad. Sin embargo, la existencia de ese Estado no garantiza la defensa de los derechos de la persona. Es decir que, muchas veces el hombre se encuentra protegido contra otros hombres, más no contra el propio Estado, el cual podría oprimirlo impunemente mediante las facultades coercitivas que le ha otorgado la propia colectividad.
Antiguamente las funciones del Estado se encontraban monopolizadas por una sola persona: el monarca. Esta situación –que se denominó despotismo– fue la que motivó la rebelión liberal. La misma estableció los fundamentos del constitucionalismo en el que se basa el Estado moderno, a través de lo que se dio en llamar “cheks and balances” (controles y contrapesos) y se refiere a una serie de procedimientos mediante los que una rama del poder puede controlar limitar la acción de otra.[15]
La separación de poderes no es una caprichosa idea de cientistas políticos y filósofos, sino una idea esencial para el libre juego democrático que permite instrumentos al ciudadano para resguardarse del poderoso poder político.
El Poder Judicial debe actuar de manera independiente y no puede ser colonizado[16] –como se intenta– por el poder político partidario. La idea de “democratizar la Justicia” suena atractiva, pero es solo un canto de sirenas: más allá de las apariencias supone serios riesgos para nuestra devaluada democracia, por el posible sometimiento y coacción al que puede ser sometido el Poder Judicial.
Planteado de esta forma la superación de los problemas que afectan a nuestra democracia, parece una difícil cuando no imposible y utópica lucha.
La posibilidad de confrontación por fuera de las alternativas democráticas no pasa ni remotamente por nuestra idea. Tampoco la posibilidad de plebiscitar el descontento: los costos de transacción son muy altos, como para lograr una aceptable organización de las espontáneas manifestaciones ciudadanas.
Sin embargo no hay nada que altere más a los políticos que las expresiones públicas de descontento –y aunque no se detendrán por ello– con seguridad intentarán disfrazar o disimular sus aspiraciones hegemónicas, que hoy explayan sin tapujos.
Creo que –debemos fundar nuestro accionar– y podemos ser optimistas, porque la innovación tecnológica nos permite comunicarnos y coordinar nuestras acciones para hacer sentir nuestro repudio a estas acciones políticas de políticos inescrupulosos y sin límites.
La política –por la naturaleza y consecuencias de su accionar– no debería ser una profesión para perversos,.. y creo que en algún momento encontrará la forma de auto-depurarse. Nuestro papel de ciudadanos es hacérselo saber de manera contundente
Referencias:
[1] Existen autores llamados “contractualistas” como Hobbes, T.; Locke, J.; Rousseau, J. J. ; etc.
[2] Hayek, F. “Los fundamentos de la libertad” (1960).
[3] Democracia indirecta o representativa cuando la decisión es adoptada por personas reconocidas por el pueblo como sus representantes.
[4] Entiéndase los derechos a: la vida, la libertad individual, la propiedad, y a la búsqueda por cada quien de lo que entienda es su felicidad.
[5] Se refiere a los Derechos de 2ª y 3ª generación.
[6] Filgueira Lima, E. “Los riesgos del Bien Común”, (2011).
[7] Alberdi, J. B. “La omnipotencia del Estado”, (1880).
[8] Laclau, E. “La razón populista”, (2005).
[9] Rousseau, J. J. “El Contrato Social” (1762).
[10] Popper, K. “La sociedad abierta y sus enemigos” (1945).
[11] Melconián, C. “Las cuatro fases del populismo” (2013).
[12] IDESA (Inf. Nº 487, Marzo de 2013) www.idesa.org
[13] Simonetta, M. “Conferencia homenaje a J. Buchanan”, (Fundación Bases, 2013).
[14] Mises, L. “Política económica”, (1958)
[15] Montesquieu, C. L (de Secondat et de La Brede); Del Espíritu de la Leyes (1748). Alianza Ed. (Según el autor, el poder judicial no debe concentrarse en las mismas manos, que los otros poderes. Es una teoría de contrapesos, donde un poder equilibra al otro.
[16] Laje, A. “Se consolida la neo-dictadura: la colonización de la Justicia” (2013).
FUENTE PUBLICADO EN: *Crónica y Análisis publica el presente artículo del Dr. Eduardo Filgueira Lima (Director del CEPyS - Magister en Sistemas de Salud y seguridad Social - Magister en Economía y Ciencias Políticas) por gentileza de su autor.

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