martes, 31 de diciembre de 2013

30 años después: democracia y reforma moral

Por Héctor Ghiretti - Profesor de filosofía política y social
El nuevo aniversario de la democracia argentina ha generado un importante cúmulo de reflexiones. Por lo general, se han señalado con énfasis -unas veces indignado, otras esperanzado, algunas desengañado- las “deudas” o las “promesas incumplidas” del sistema democrático.
Tales deudas se formalizan en el ámbito de la justicia social, la redistribución de los recursos, la educación, la normalidad institucional, el desarrollo. Prácticamente cuanta cosa de interés público funciona mal en la Argentina se la considera como una deuda de la democracia.
En contraste, las loas y celebraciones por la democracia recuperada suenan penosamente débiles si se trasciende lo simbólico y se atiende al análisis descarnado de los diferentes aspectos de la vida en común.
La pregunta que habría que hacerse es si es razonable plantear a la democracia exigencias y demandas que no está en condiciones de satisfacer.
Un asunto sobre el que se ha incidido ocasionalmente es la degradación de los hábitos sociales en estas últimas décadas.
Los violentos incidentes en diferentes ciudades del país han mostrado una oscura realidad en la que se mezclan, funestamente, delito, marginación, exclusión e indiferencia social, especulación y pujas en el poder, sobre un claro trasfondo de conducta social e individual muy deterioradas.
No parece haber controversia en este sentido. En general, se da por supuesto que nuestra sociedad es más cruel, violenta, individualista, especuladora, hipócrita, mentirosa, excluyente y mezquina; menos austera, solidaria, respetuosa, generosa, discreta y cordial que antes.
La erradicación de algunos malos hábitos del pasado no permiten ser muy optimistas en torno al futuro: una sustitución de conductas no es necesariamente perfectiva.
Por lo general este retroceso se atribuye a la decadencia del sistema educativo. Lo cierto es que existen muchos otros factores que inciden en este proceso de pérdida de las buenas costumbres. En la vida social lo que no educa deseduca, y el ambiente que se respira en nuestra sociedad conspira contra las buenas conductas.
Plantear un asunto como éste parecería obsoleto: desde hace siglos el pensamiento político se esfuerza por concebir sistemas de organización y reparto del poder que funcionen con independencia de la calidad de los hábitos de los ciudadanos.
No es casual que para muchas teorías la política y el derecho no tengan nada que ver con la moral. “El problema del establecimiento de un Estado -explica Kant- tiene siempre solución, por muy extraño que parezca, aun cuando se trate de un pueblo de demonios; basta con que éstos posean entendimiento”.
Para un pensador de la Grecia del siglo IV aC, tal pretensión hubiera resultado ridícula. Como explicaron Leo Strauss y Eric Voegelin, los fundadores de la filosofía política entendían que la calidad de la vida en comunidad y su forma de organización dependían de la calidad moral e intelectual de sus integrantes.
Mientras mejores ciudadanos se tuviera, mejor sería la vida en común y la organización política.
La experiencia muestra que la perspectiva clásica vuelve a imponerse a los fallidos intentos del pensamiento moderno.
Si estamos de acuerdo en que la conducta y los hábitos sociales de los argentinos se han ido deteriorando en el transcurso de estas últimas décadas, podríamos quizá atribuir tal proceso a las instituciones democráticas, aunque también sería necesario preguntarse si otro tipo de régimen político (dentro de los razonablemente posibles) podría haberlo evitado.
A efectos prácticos, lo importante es que si se advierte la necesidad de una reforma de las costumbres, sólo podemos confiar, en las circunstancias actuales, en que la democracia lo haga.
Pero, ¿se trata de una esperanza razonable? Hace un par de décadas, el filósofo español Jacinto Choza explicó que todo sistema democrático exige para su correcto funcionamiento un alto estándar en el comportamiento de los ciudadanos. Siguiendo la vieja sabiduría, sostenía que para que funcione la democracia hace falta una ciudadanía con buenos hábitos morales.
¿Por qué? Por la sencilla razón de que si el gobierno democrático expresa el carácter, las ideas, creencias, valoraciones y conductas de la ciudadanía, un cuerpo social moralmente degradado dará por resultado un gobierno corrompido y venal.
Si las autoridades de una comunidad política reflejan las características de esa comunidad, la reforma de las costumbres se torna imposible. Por esa razón, toda impugnación moral de la clase dirigente de un régimen democrático debe llevarnos a preguntar por la conducta y los modos de comportarse de la sociedad a la que gobierna.
En su célebre polémica con el ya citado Strauss, Alexandre Kojéve -filósofo ruso especialista en Hegel- explicó que si existía un régimen político que podía llevar a cabo grandes reformas morales -la parte más difícil de cambiar en la sociedad- o poner en marcha los consejos de los filósofos morales, ese era precisamente la tiranía, es decir, la suma del poder.
La democracia, aun siendo el más filosófico de los regímenes políticos, para tal efecto era impracticable. Platón daría razón indirectamente a este aserto. A pesar del profundo rechazo que le generaba la democracia, le reconocía una ventaja: cada uno podía vivir como quisiera.
Más allá de las ilusiones o las fantasías de la modernidad, lo cierto es que ningún régimen político puede evitar plantearse el problema de la reforma de las costumbres. Su acción tiene resultados en términos de mejora o empeoramiento.
Pero, ¿es esto posible en democracia? Las leyes sociales no tienen una certeza similar a las que rigen el mundo de la física o la naturaleza, pero sirven para realizar anticipaciones valiosas, establecer relaciones causales, regularidades (siempre precarias) de los fenómenos políticos y sociales.
Solamente una dirigencia política con características morales superiores al común de la ciudadanía, con la visión para establecer parámetros de conducta que sirvan para mejorar los hábitos de comportamiento -siempre dentro de lo que permite la libertad humana: la virtud por la fuerza no es virtud- y con capacidad para establecer consensos firmes en torno a los medios y los objetivos, puede operar tal transformación, en un contexto que la dificulta estructuralmente.
Los reformadores morales sólo tienen chance de poner en marcha sus proyectos si sus hábitos son mejores que los de la media. Pero en caso de que eso fuera posible, ¿estaría dispuesta la ciudadanía a reconocer y aceptar tal superioridad?
Fuente: Diario Los Andes.com.ar - http://www.losandes.com.ar/notas/2013/12/29/anos-despues-democracia-reforma-moral-758891.asp

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