viernes, 11 de marzo de 2016

Francisco, Trump y el Populismo

Kishore Jayabalan
Después de haber traído a colación el tema del populismo del papa Francisco y de Donald Trump el pasado septiembre, admito haber sido provocativo, incluso en exceso. Después el Papa y Trump se involucraron en una controversia acerca de la construcción de muros, con Trump comentando el cuestionamiento de su fe religiosa. Pudo él haber preguntado «¿quién es el papá para juzgar?». Bueno… la humildad Cristiana de uno y la bravata estadounidense (especialmente Protestante) del otro fueron muy evidentes.
Ambas partes eventualmente se retractaron, pero ninguna parece haber perdido, como resultado de esta breve escaramuza, mucho de su apoyo público, ni haber sufrido disminución importante alguna de su habilidad para inspirar a partidarios.¿No es acaso esto una prueba de que Trump y Francisco son populistas, cada uno con una reputación de defender al «hombre común» en contra de intereses especiales? ¿Qué sucedería si acaso estos populismos chocaran en la primera reunión cumbre Francisco-Trump? Podemos estremecernos ante esta idea, pero si el Catolicismo y el nacionalismo estridente están en verdad tan opuestos, muy bien podemos encontrarnos esperando a otro San Agustín para que él resuelva las tensiones entre la Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre.
Agustín luchó con el tema de si los cristianos puede ser buenos ciudadanos y centró su atención en los vicios de la Roma pagana en vez de tratar los detalles de cómo los cristianos deben practicar la política. El ejemplo del recientemente fallecido Antonin Scalia, juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos es aplicable. Un tradicionalista en creencias y prácticas, rechazó cualquier forma de interpretación «católica» de la ley y llegó al extremo de negar la importancia de la ley natural para los jueces. Para Scalia, no existía contradicción entre la constitución de su país y la moral católica, incluso en casos como el de la pena de muerte, el que trató en un ensayo en First Things, “God’s Justice and Ours”. Si él pensara que la Iglesia Católica demanda la abolición de la pena capital, tendría que haberse retirado de esos casos o renunciar como protesta, pero no habría pervertido a la ley para que ella se adaptara a sus preferencias morales.
El juez Scalia con frecuencia difirió decisiones a la voluntad del pueblo estadounidense como estaba expresada por sus representantes, pero no era un populista. Él era un constitucionalista y un defensor del estado de derecho que defendió lo que Harvey Mansfield llamó «las formas y las formalidades de la libertad», las instituciones y las prácticas que, en palabras de Tocqueville, los pueblos democráticos más necesitan pero hacia las cuales tienen poco respeto. Somos ahora incluso más impacientes con el proceso democrático de deliberación y compromiso, es decir, el «atorón» (gridlock) que nuestro sistema específicamente diseñó para promover.
Las formas y las formalidades están opuestas a aquellos que quieren lograr fines populares evitando el problema de tener que convencer a otros de lo correcto de sus opiniones; el populismo es por tanto una forma de tiranía, como lo prueba la historia de repúblicas fallidas. Los creadores de la Constitución estadounidense previnieron en el Federalist Paper No.1 que «el mayor número de déspotas han comenzado sus carreras dando un trato obsequioso al pueblo, iniciando demagogos y terminando tiranos»; la constitución es la forma política destinada a «refinar y ampliar» a la opinión pública mediante un sistema de pesos y contrapesos entre las tres ramas del gobierno federal.
Este refinamiento es, por supuesto, elitista, pero también lo son las elecciones. Requiere de paciencia, una virtud de la que con frecuencia carecemos debido al progreso que las sociedades liberales han ya alcanzado en un periodo relativamente corto de tiempo (utilizo la palabra ‘liberal’ en el sentido europeo, no en el sentido estadounidense que es más cercano al progresivismo que el liberalismo como fue originalmente entendido). Especialmente los progresistas se han vuelto más impacientes para lograr los resultados «proporcionales» en todas las áreas de la sociedad y buscan imponer sus preferencias sin considerar diferencias de sexo, raza, habilidad y otros obstáculos evidentes. Tal es la naturaleza «inevitable» del progreso.
Pero si la sociedad está ya avanzando hacia una mayor igualdad, ¿por qué necesita ser impuesta? Los populistas dicen que el «sistema» está controlado por grupos de presión u otros que desean negar privilegios a los extraños. Lo que por tanto se necesita es un líder fuerte, carismático, miembro él mismo de la elite para vencer esa resistencia. Se convierte él, durante el proceso, en un traidor de sus compañeros elitistas.
Si algo de esto suena conocido, es que lo debería. Es el núcleo común del socialismo, el comunismo, el Fascismo y el Nazismo, todos los cuales se opusieron a las formas y las formalidades de la democracia liberal «burguesa» en los siglos 19 y 20. Incluso con la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial y el fin de la Guerra Fría, el liberalismo continúan siendo algo frágil frente a la cara del populismo en casa y fuera de ella. Así que la pregunta es ¿quién será el que hable a nombre del respetable régimen liberal?
Tan diferentes como lo son, Francisco y Donald Trump son populistas que están prosperando en la insatisfacción generalizada con las instituciones políticas y religiosas. En lugar de subvertir o debilitar las instituciones aún más, deberían ellos reforzarlas y por esa vía educar a sus masas de adoradores. Quizá aún lo pueden hacer, pero tendrían que reducir el tono de la misma retórica que los ha hecho tan populares, un difícil truco difícil de lograr en los tiempos de Twitter y noticias las 24 horas. Al menos yo estoy esperando y orando para que el Papa o el presidente puedan encontrar la sabiduría y el valor para hacerlo.
FUENTE: http://es.acton.org/article/03/08/2016/francisco-trump-y-el-populismo
DESDE INSTITUTO ACTON

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