miércoles, 16 de mayo de 2018

La veracidad, el hábito de profesar la verdad. Por Hugo Bravo Jerónimo

Hugo Bravo JerónimoUna virtud que en nuestro tiempo ha sufrido mucho daño es la veracidad, entendida esta como el amor a la verdad y la voluntad de que la misma se reconozca y se acepte. Lo que significa ante todo que quien habla diga lo que es, tal como lo ve y lo entiende. Es decir, que cuanto lleva en sí lo ponga también en palabras.
La veracidad como virtud, como hábito operativo -acción humana repetida tantas veces que se nos hace connatural- es fundamental, porque nuestra existencia entera reposa en la verdad. Las relaciones de las personas entre sí, las de la sociedad, la ordenación del Estado, de la empresa, etc. Toda la obra humana, la ética y la moral, todo ello, descansa en que la verdad conserve validez.
Sin duda, en ciertas circunstancias, esto puede ser difícil porque puede causar enojo, daño y peligro; pero la conciencia nos recuerda que la verdad obliga, que es algo incondicionado, que tiene supremacía. Por lo que, sobre la verdad no cabe pensar: puedo decirla, si me es agradable o si me lo recomienda alguna finalidad. No. Si se habla se debe decir la verdad, sin atenuantes y menos aún cambiarla. Se debe decir la verdad en absoluto, sencillamente, a menos que la situación te recomiende callar o que puedas eludir una pregunta de un modo decente.
Claro está, en casos extremos puede haber excepciones, como cuando un poder violento somete la vida a coerción y no consiente ninguna convicción propia; situación en la que, por lo general, se coloca al individuo en la constante necesidad de defenderse y por la cual, los que ejercen violencia no tienen derecho a exigir la verdad,de hecho, saben que no la pueden esperar. Por la violencia, el lenguaje pierde su sentido, aunque se puede convertir en un medio de defensa propia en el violentado, llegando inclusive a ser un acto de rebeldía y hasta de libertad; a no ser que la situación se disponga de manera que exija la impostura o falsa atribución de una culpa de quien habla,como cuando arriesga su bien y su vida; cuya medida, será cuestión de la conciencia, por lo que, el que vive en segura libertad ha de examinarse bien antes de juzgar si tiene derecho a ello. Y donde, por último, deberá tomar en cuenta que podrá engañar a todo el mundo menos así mismo.
En todo caso, la veracidad significa que se diga la verdad, no sólo una vez, sino una vez tras otra, de tal modo que se produzca así una actitud permanente. Ya que esta aporta algo claro y firme al hombre entero, a su ser y su actuación. De ahí que la verdad no solo se dice, sino que también se actúa; pues también se puede mentir con acciones, actitudes y gestos, si parecen expresar algo que no es.
Por esta razón, debemos estar muy atentos, ya que la verdad forma parte esencial de la libertad inherente al espíritu humano para ver lo que es. Aprender a identificarla es sin duda una responsabilidad. Nos obliga a mantener el juicio, aún respecto a nuestras propias simpatías y disposición de ayuda, ya que la fuerza de la persona y su dignidad se mantiene o cae junto con la fidelidad a la verdad.
Más aún, huelga decir que la potencia viva de la verdad requiere al hombre entero, lo que a su vez nos lleva a recordar que el hombre es un ser misterioso. Si alguien se pone delante de mí, veo su exterior, oigo su voz, puedo apretar su mano, pero su interior me está oculto. ¿Qué es lo que nos conecta, forma el puente? La expresión del rostro, los gestos y la actitud,pero sobre todo la palabra. Por la palabra trata el hombre con el hombre. Por lo tanto, cuanto más digna de confianza sea la palabra, más seguro y fecundo será el trato.
Esto nos lleva a otro punto fundamental, que hemos experimentado por cuenta propia, las relaciones humanas son de profundidad e importancia muy diversas. Estas van mucho más allá del simple hecho de entenderse unos con otros y del simple provecho de unos y otros; incluye, además, la vida del corazón, las cosas del espíritu, la responsabilidad, las relaciones de persona a persona. El camino ahonda cada vez más en lo peculiar, en lo propio e íntimo de la persona. Así, la verdad de la palabra se hace cada vez más importante. Eso vale para todo tipo de relación, y por completo para aquella en que descansa la auténtica vida: familia, amistad, amor, matrimonio, trabajo. Los tipos de comunidad que hayan de durar, crecer y hacerse fecundos deben penetrarse mutuamente cada vez con más pureza, uno creciendo en el otro, o si no, decaen. Por lo que hay que tener presente que toda mentira destruye la comunidad.
Pero el misterio va más allá. No consiste sólo en que toda relación pasa del ocultamiento del uno y del otro, sino en que cada cual trata también consigo mismo. Situación, en la que el hombre se separa en dos seres y se enfrenta con su propio ser. Me veo, me examino y me juzgo: decido sobre mí. Dualidad que luego vuelve a reunirse en la unidad del «yo», llevando entonces consigo el resultado de esa confrontación. Asunto que, en el transcurso de la vida interior, ocurre continuamente; de hecho, es su forma de realizarse, su esencia.
Pero ¿y si no soy veraz ante mí mismo? ¿Y si me engaño a mí mismo? ¿No es eso lo que hacemos continuamente, una vez y otra, unos más otros menos? El hombre que “siempre tiene razón”, ¿no deja de tenerla en realidad del modo más peligroso? El hombre para quien siempre tienen culpa los demás, ¿no pasa de largo constantemente sobre su propia culpa? Quien siempre lleva a cabo su voluntad, ¿no vive en fatal engaño sobre su propia tontería, su presunción, su estrechez de corazón, su violencia, y sobre los prejuicios que produce? Por lo tanto, si quiero tratar correctamente conmigo mismo –y partiendo de mi con los demás–, entonces no he de desviar la mirada de la realidad, no he de mentirme en nada, sino que debo ser veraz para mí mismo. ¡Qué difícil! Sí. Y ¡qué lamentable para nosotros, si no nos examinamos honradamente! Sin duda alguna.
En todo caso, es fundamental tener presente que la verdad le da al hombre firmeza y solidez. Aspecto crítico, porque la vida esamiga y enemiga a la vez. Por todos lados chocan intereses. Siempre hay suspicacias, envidias, celos, odios. La diversidad de caracteres y modos de ver produce complicaciones. Más aún, el simple hecho de que para mí existe “el otro”, para el cual a su vez soy “el otro”, es raíz de conflictos.
¿Cómo me las arreglo? Defendiéndome, ciertamente; la vida, en muchos aspectos, es lucha, y en esa lucha la mentira y el engaño a veces quieren parecer “útiles”. Pero no caigamos en la tentación, lo que en conjunto da firmeza y solidez es la verdad, la honradez y la lealtad. Estas cosas producen lo que permanece: atención y confianza.
Esto vale también respecto a ese gran poder que configura la vida entera y que llamamos «Estado». En efecto, cuando el Estado, cuyos fundamentos habrían de ser la justicia y la libertad, se convierte en poder violento, crece también en la misma medida la mentira. Más aún, promueve que se desvalorice la verdad, que cese de ser norma, y en su lugar se ponga el “éxito”. ¿Por qué? Porque mediante la verdad el espíritu del hombre se confirma una y otra vez en su justicia esencial, y la persona cobra conciencia de su dignidad y libertad. Cuando la persona dice: así es; y esa expresión tiene importancia pública, porque la verdad es estimada, entonces se cuenta con una protección contra la voluntad de un poderío que actúa en todo Estado. Por lo que, si éste consigue desvalorizar la verdad, entonces el individuo queda desprotegido, y a partir ahí está expuesto a entregarse a un –a veces lento– recorrido hacia el camino de servidumbre, que eventualmente devenga en su anulación.
Por esta razón, la expresión más horrible de violencia es que se le destroce al hombre su conciencia de verdad, de modo que ya no esté en condiciones de decir: “Esto es cierto… eso no”. Quienes lo hacen –en la práctica política, en la vida jurídica y donde sea– si no lo hacen adrede, deberían darse cuenta de lo que hacen: le quitan al hombre su condición de hombre. El darse cuenta de esto es vital: los incautos se anonadarían, mientras otros quedarían expuestos en sus verdaderas intenciones.
La verdad es –por lo tanto– aquello por lo que el hombre se hace más hombre, se afianza en sí mismo y llega a tener carácter. El carácter se apoya en que el hombre haya llegado a tener en su ser esa firmeza que se expresa en frases como: “Lo que es, es”. “Lo que es justo, debe hacerse”. “Lo que me han confiado, lo defiendo”. En la medida en que así ocurre, el hombre se humaniza y puede afianzarse en sí mismo.
Por lo tanto, es muy importante preguntarse cómo se forma la auténtica condición de «yo», más allá de todas las tensiones y trastornos, en la más honda interioridad de la existencia. La respuesta válida –antes que cualquier otra que se pueda dar– es que ocurre por deseo de verdad. En todo verdadero pensamiento, palabra y hacer se consolida en nuestro centro interior, de modo imperceptible pero efectivo, el verdadero yo. ¡Qué peligroso es ahí el engaño del hombre sobre su auténtico ser, tal como se ejerce continuamente de palabra, por escrito y con imágenes! Tanto, que muchas veces nos llena de espanto ese hombre del que hablan, como tal, la ciencia, la literatura, la política, el periodismo y el cine. Ese hombre (ecce homo), las más de las veces, es una ilusión; o una afirmación para un objetivo determinado, un medio de lucha o simplemente frivolidad.
En todo caso, ¿qué es la verdad, de modo definitivo y auténtico? Por un lado, para el creyente en Dios (como Ser subsistente), es el modo como Dios es «Dios» y se conoce. La verdad es la firmeza indestructible e inatacable con que Dios descansa en sí mismo conociendo. La verdad llega de Dios al mundo y le da base; penetra lo que es y le da ser; irradia en el espíritu humano y le da esa claridad que se llama conocimiento; que se apoya en la fe y la razón, y de cuya retroalimentación se fortalece, acercándose a lo que humanamente nos es posible conocer (ver encíclica Fides et ratio). En definitiva: quien está por la verdad, está por Dios. Quién miente, se rebela contra Dios y traiciona a la raíz del sentido de la existencia.
Para el que no cree en Dios, la verdad dependerá –casi– exclusivamente de su razón y, en función de su capacidad racional, todo lo que esta le permita entender y conocer. Tomando en cuenta que, como es humanamente imposible saber y constatar todo lo que se sabe y se conoce del mundo, de los hombres, de nuestra realidad; de alguna manera tendrá que tener fe en algo o alguien, a quien(es) le otorgue la auctoritas por la cual crea que posee la verdad, y de ahí le indique el camino de lo que es correcto, cierto y por ende verdadero. Situación que cabe destacar, lo puede exponer a las modas, lo socialmente aceptado, lo políticamente correcto y de ahí al relativismo.
De cualquier manera, sabemos por experiencia propia que en el mundo la verdad es débil. Basta una pequeñez para taparla. Inclusive el hombre más tonto puede atacarla; por lo que es obligación de todos buscarla, asimilarla, manifestarla y defenderla; en pocas palabras: vivirla, hacerla parte de nuestro ser.
Sin duda esto nos producirá resistencia y crisis, porque somos hombres. No obstante, en nuestra vida debemos sostener que la verdad es la base de todo: la relación del hombre con el hombre, del hombre consigo mismo y del individuo con la generalidad. Nadie quiere vivir en la mentira, por lo tanto ¡profesemos la verdad! Esto sin duda será un acto de rebeldía. ¡Un grito de libertad!
FUENTE: http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/veracidad-habito-profesar-verdad_234974

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